Qin Shi Huang, el primer emperador de China

En la infinita historia de la especie humana, pocos personajes han suscitado tanto asombro como el mítico Qin Shi Huang (259-210 a.C.), el “Primer Emperador de China”. Fue el rey del estado chino de Qin del 247 a.C. hasta el 221 a.C. y después, en tan solo 10 años, conquistó los otros seis estados de China, convirtiéndose en el primer emperador de una China unificada.

Promulgó un códice legal uniforme, unificó la moneda, los pesos y medidas, el lenguaje escrito y la anchura del eje de carros y carretas. Ordenó enseñar la trigonometría aplicada a la astronomía; dispuso la construcción de innumerables canales para frenar las inundaciones del río Amarillo.

Además, este tirano hizo quemar todos los libros acerca del pasado, con el objeto de que la historia comenzase con su reinado, y enterró vivos a más de 400 letrados que intentaron engañarle. También mandó construir una amplia red de caminos que partían de forma radial de Xianyang, y unió las murallas defensivas de diversos estados, antes separadas, convirtiéndolas en la Gran Muralla.

Nada en China siguió siendo lo que era después del ascenso al trono del emperador. Los grandes hacendados de las provincias fueron obligados residir en la capital y a entregar sus tierras a los administradores imperiales. Las armas fueron confiscadas, porque las bandas que asaltaban en los caminos eran, según los decretos, un problema del ejército, no de los particulares.

Durante su reinado, unos treinta señores feudales osaron alzarse contra sus designios. Todos fueron sometidos a la pena del empalamiento. El cumplimiento escrupuloso de las reglas morales obsesionaba al emperador. Para complacerlo, su canciller ordenó grabar sobre las piedras de los caminos inscripciones contra la corrupción, la lujuria y la gula. Cuando Qin Shi Huang descubrió que su propia madre era libertina y mantenía a varios amantes, la condenó a muerte. El canciller intercedió a favor de la mujer y logró mitigar la pena por la del destierro.

Obsesionado con alcanzar la inmortalidad, viajó por todo su reino, con objeto de conseguir el elixir que le hiciera eterno. Envió doscientos jinetes a las cuatro orillas de su imperio, más de la mitad no regresaron, y los que regresaron, con las manos vacías, fueron decapitados. Incluso llegó a enviar en una expedición marítima a cientos de hombres y mujeres en busca de esta píldora. Nunca regresaron y, según se cuenta, se asentaron en una de las islas del archipiélago japonés.

 Además, construyó elaborados palacios cerca de la capital para su disfrute, y cómo no, hizo construir el palacio subterráneo que, protegido por su fantasmal guardia imperial de 7000 guerreros, lo acompañarían en su camino al más allá. La tumba, de lejos, parece una colina. Su perímetro es de cuatro mil cien metros, y su altura, de ochenta y dos. No sabemos si por temor a dañar su interior, o por superstición (los orientales tienen un respeto enorme por sus antepasados) el gobierno chino no la ha excavado aún. Se dice que el Emperador yace en un sarcófago de oro, con el techo adornado con joyas simulando las estrellas, árboles funerarios tallados en jade, y servidores de arcilla con bandejas de oro, dispuestos a cualquier llamada de su emperador. El piso, de placas de bronce representa una copia de lo que fue su imperio, todo ello rodeado por un mar de mercurio que fluye entre jardines de esmeralda.

Pero nada es eterno: el mismo día en que murió, sus hombres de confianza fueron decapitados. El hijo mayor, que debía heredar el trono, fue obligado a suicidarse por el hijo segundo, que lo usurpó. Pero Er Shi (tal era el nombre del segundo) no alcanzó a gobernar sino cuatro años: la rebelión de un ejército pequeño en la ciudad de Chiang-Ling, sobre el río Yangtse, desbarató su fortaleza.

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