Phi Phi, un espejismo en el mar de Andamán | Tailandia | Vagamundos Blog

Son montañas convertidas en islas. Al sur de Tailandia, donde el país se abre al índico, el mar y las rocas han creado un paisaje que parece surgido de un sueño. Es el país de los chao ley, las «gentes del mar», que vagabundean desde hace siglos por estas costas.

Después de más de una hora de travesía desde el puerto de Krabi, la silueta oscura de la isla de Phi Phi Don se muestra en el horizonte. El mar parece tranquilo en esta gran bahía del mar de Andamán, al cobijo de la isla de Phuket, y tiene el color perfecto de la turquesa. Poco a poco se van destacando las formas de estos precipicios de piedra caliza que se hunden en el mar y todo adquiere los tonos de un paisaje irreal, como si perteneciera a un tiempo antiguo. De las paredes verticales de roca viva surge la vegetación enmarañada, y parece un lugar inaccesible. Y a pocos metros de los farallones el perfil se dulcifica y hay lomas suaves cubiertas de terciopelo verde, y trazos blancos en la orilla, la promesa de playas acogedoras. De un paraíso al sol.

Un espejismo de piedra y agua.

Hay quien quiere ver en los mapas de Tailandia la silueta de la cabeza de un elefante. El ojo bien podría representarlo Bangkok -la inmensa megalópolis– y la trompa sería la estrecha península que luego se convierte en Malaisia y Singapur. Al viajar hacia el sur desde la capital el paisaje ha ido cambiando lentamente y han empezado a aparecer unas extrañas formaciones de piedra caliza, montículos de paredes verticales, formadas durante millones de años por la lluvia y una lenta disolución química. Hace unos doce milenios, con la subida del nivel del mar, muchas de estas colinas se convirtieron en islas y crearon el paisaje onírico de la bahía de Phang Nga, así como el de los alrededores de Krabi, al borde del mar de Andamán. Es posible que Phi Phi Don sea la isla más hermosa de todo este espejismo de piedra y agua. Aunque la tradición oral habla de otros orígenes y recuerda las aventuras del príncipe Phaya Nak, el «Señor de las Aguas», que viajó desde la India hacia Oriente a través del océano en busca de una hermosa princesa que lo esperaba. En el camino luchó contra un ejército de gigantes a los que arrojaba al mar después de vencerlos, donde quedaban petrificados. Un mito de origen hindú que ha sido asimilado por las poblaciones budistas y musulmanas de la zona.

Llega el barco a Phi Phi y atraca en el muelle de Ao Don Sai, junto a una larga playa. A la izquierda -hacia el oeste-, los precipicios de más de 300 metros de altura brotan directamente de las aguas, farallones grisáceos que contrastan con el turquesa luminoso del mar. A la derecha, las pendientes son más suaves, y todo se cubre de bosque tropical. Parecen dos islas diferentes. Y bien pudieran serlo, ya que ambas mitades sólo están unidas por una estrecha lengua de arena de apenas un kilómetro de longitud. Sus habitantes, de hecho, hablan de las dos partes como islas diferentes: Koh Nawkisla Exterior»), en la parte occidental, y Koh Naiisla Interior»), en la oriental.

Phi Phi Don es ahora un destino turístico importante, aunque atrae a muchos menos visitantes que otras islas más grandes, como la cercana Phuket. Pero durante siglos Phi Phi Don y tantas otras eran islotes perdidos, habitados esporádicamente por los chao ley, la «gente del mar», un pueblo que vagabundea desde hace siglos por la costa occidental de la península malaya dedicado a la pesca y a la búsqueda de perlas. Tal vez algunas de estas islas, poco conocidas y con innumerables cuevas, fueran refugios de los piratas que, en tiempos no tan lejanos, infestaban estos mares. Nadie conoce el origen de los chao ley -quizá vengan de Indonesia, quizá de Myanmar-, pero forman un grupo aparte, con un lenguaje propio.

Su religión es animista y habla de los espíritus del mar, por lo que siempre han sido rechazados por los habitantes del continente. Y siempre han vivido como nómadas de las islas. Son conocidos por sus dotes para bucear a grandes profundidades sin ningún equipo, a pulmón libre, ayudados con piedras para sumergirse más fácilmente.

Tal vez no sean los pobladores originarios de las islas, porque en los millares de cuevas que las horadan se han descubierto numerosas pinturas prehistóricas, algunas con más de 3.000 años de antigüedad. Siempre son de color rojo, y representan figuras humanas, peces, líneas, discos. Casi siempre se encuentran en abrigos en los que no hay agua potable, por lo que se supone que eran lugares de culto. Los chao ley creen que están pintadas con sangre y protegen tesoros escondidos.

Koh Nawk, la parte occidental de Phi Phi Don, es tan agreste que está deshabitada. Koh Nai, en cambio, está completamente dedicada al turismo, que encuentra en sus playas un refugio al sol en el que olvidarse del mundo. Los submarinistas vienen atraídos por los corales de fácil acceso, la excelente visibilidad y las grandes bandadas de peces ángel, mariposa o papagayo, por las rayas, las anguilas y algunas especies de tiburones. Pero sigue sin haber una sola carretera en todas la isla, y para recorrerla sólo queda caminar por senderos dibujados entre la vegetación o tomar una piragua de motor. Hay rincones olvidados y playas ocultas que sólo son accesibles desde el mar.

El tesoro de las grutas.

A poca distancia de Phi Phi Don surge su hermana pequeña, Phi Phi Le. Es un islote rocoso de altas murallas que caen a pico, un lugar hermoso, extraño, deshabitado. En sus cuevas anidan las golondrinas, y desde hace siglos los chao ley acuden durante unos meses al año a recoger los nidos, que son una de las delicias de la gastronomía china. Para ello deben escalar a grandes alturas por lianas y estructuras de bambú con el fin de recoger, arriesgando la vida, lo preciados tesoros, que pueden alcanzar precios altísimos. Y de la misma manera que cuando bucean en busca de perlas se encomiendan a los espíritus del mar, antes de escalar elevan ofrendas a los de las cuevas. Si no lo hicieran, piensan, sería como robarles.

Al navegar alrededor de Phi Phi Le se distinguen las entradas de varias grutas, y una de ellas se puede visitar. Pero la mayoría no son accesibles y, dado el alto coste de los nidos, su ubicación normalmente se guarda en secreto. Pero los visitantes extranjeros van en busca de un tesoro diferente, de la belleza singular de este islote. Hay un momento en el que la piragua entra por un desfiladero en una laguna que no era posible sospechar que existiera. Parece un espejismo: una playa al borde del agua, rodeada de precipicios. El lugar es tan hermoso que han atraído la atención de agencias de viajes y productoras de cine, y ha empezado a sufrir las consecuencias de su propia belleza. Es un enclave pequeño y delicado que habría que conservar.

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