Bam, el oasis fantasma.
Rodeada de murallas y de desierto, Bam era un importante centro comercial en las rutas de las caravanas que atravesaban Persia hacia la India. Su oasis es un vergel en medio de la nada. Abandonada hace más de cien años, es un recuerdo del pasado.
La carretera atraviesa una planicie gris y polvorienta, y a mediodía el horizonte se diluye con la neblina. En verano se siente el calor, que reseca la piel y los labios, en invierno no tarda en llegar el frio de las montañas y las noches serán duras en el desierto iraní de Lut, pedregoso y áspero, cerca ya de las fronteras de Afganistán y Pakistán. A poca distancia hay montañas de más de 4.000 metros, que lanzaran sus vientos helados.
Por esta tierra ingrata transitaron durante siglos caravanas provenientes de la India, que atravesaban Persia cargadas con ricas mercancías. Y entonces, igual que ahora, la vida se concentraba en los oasis. Llegar a cualquiera de ellos, después de una larga travesía, era la salvación. Durante un tiempo se olvidarían de las penurias del camino y disfrutarían de la indolencia del oasis.
En la actualidad, el viaje desde Kerman dura dos horas, pero se sigue viendo con alegría la mancha oscura del palmeral de Bam al final de la carretera. La promesa de una pronta llegada.
ARG-E-BAM, UN RECUERDO FASCINANTE
Su ciudad antigua, llamada Arg-e-Bam, permanece como uno de los recuerdos más fascinantes de la Persia de antaño. Una ciudad abandonada que parece estar dispuesta a revivir en cualquier momento. Construida con barro para resistir a los vientos del desierto y confundirse con ellos. Protegida por una gran muralla que guardó bazares, mezquitas y establos, lo necesario para la vida en un oasis.
Y todo realizado con materiales tan humildes como los ladrillos de barro, arcilla y paja, y una estructura firme de troncos de palmera. Nada más para luchar contra el tiempo y los invasores. Ha sobrevivido al primero, pero sucumbió ante algunos ejércitos. Se sabe que ha habido una fortaleza en este lugar desde hace casi veinte siglos, que ha pasado de mano en mano, abierta a los mercaderes y cerrada a los invasores. La última gran batalla se libró en 1794, cuando fue sometida por el primer rey qayar, el eunuco Aga Mohammad, quien pasó a cuchillo a muchos de sus habitantes. Nunca llegó a recuperarse, y acabó siendo abandonada. Pero el oasis es la vida, y la nueva Bam surge a un par de kilómetros, al arrimo de su gran palmeral.
Una muralla con 38 torreones rodea a Arg-e-Bam, y traspasar su única entrada es sumergirse en un tiempo antiguo, en el de las grandes caravanas que atravesaban los desiertos. Porque lo que hace especial a Bam no es la altura artística de los palacios y las mezquitas, sino que permanece la ciudad en sí, como una especie de Pompeya del desierto. En la mayoría de las ciudades antiguas el recuerdo de otras civilizaciones se vive sólo a través de los grandes palacios o templos, porque las viviendas de la población, construidas con materiales perecederos, desaparecen como volutas de humo.
En Bam se conservan la muralla y la fortaleza, pero sobre todo perviven las casas. Desde lo alto de la fortaleza se domina toda la ciudad antigua de Bam, extendida junto al palmeral. Una ciudad entera congelada en el tiempo.
Por ello, en Bam es fácil sentir la historia y la vida. No resulta difícil imaginar la calle principal repleta de tiendas, como otros bazares de Irán.
Probablemente, como muchos otros en el conjunto del país, fue construido en el periodo safávida, y estaría techado; igual que el de la cercana Kerman, o el de Shiraz, o el de la luminosa Isfahan. Además, Bam era famosa en todo el mundo islámico por sus excelentes tejidos. Aquí se comerciaba en telas, especias y dátiles.
MEZQUITAS, BAZARES, PALACIOS…
Al vagar por estas calles vacías, donde sólo resuenan los propios pasos y el aleteo fugaz de alguna paloma, se llega a lugares donde la vida surgió a orillas del desierto. Aquí los almacenes de los comerciantes, allá los baños públicos, en algún lugar un pozo. Uno de ellos se encuentra junto a la mezquita del Viernes, que se erigió hace más de mil años y se restauró en numerosas ocasiones antes de su abandono definitivo. Y sin embargo, no fue más que uno de los muchos templos que, al correr de los siglos, se han construido en este mismo lugar. Probablemente la mezquita se levantara sobre los cimientos de un templo zoroástrico, en el que se mantenía viva la llama del fuego eterno. La llama y sus guardianes no se han desvanecido del todo y en Yazd, a unos centenares de kilómetros, se concentra una de las comunidades más importantes de los seguidores de Zoroastro, que predicó la primera religión monoteísta de la historia.
Junto a la mezquita del Viernes hay un grupo de estructuras unidas que se compone de una gran casa con baño privado, una escuela, un hosseinieh -el lugar de los lamentos- y una tumba, la única que existe en toda la ciudadela. Es la de Mirza Naiim, un astrónomo y poeta místico que vivió hace tres siglos. El paseo por la vida de antaño lleva a pasar por el zoorjaneh, el gimnasio, o por el caravasar, o por el bazar judío, en el que se comerciaba con las mejores telas. Todavía hay puertas con dos llamadores, uno para los hombres y otro para las mujeres, como en otras ciudades de Irán.
Dominando la ciudad surge la gran fortaleza, rodeada por otro anillo de murallas. Allí están los establos -construidos alrededor de un estanque, donde se mimaban más de doscientos caballos-, la prisión, los barracones del ejército, una sala en la que resuena el eco de una forma extraordinaria.
Y el palacio, conocido con el sugestivo nombre de Charfasl, “las Cuatro Estaciones“, desde donde se gobernaba todo el oasis. Se le llamó así porque -era fama- en estas alturas el viento soplaba de una dirección diferente en cada época del año.
Hay que subir por un laberinto de pasadizos hechos de barro a través de estancias en las que flota el polvo del tiempo y del desierto. Hasta la torre de observación. Asomándose a la última terraza, cuando cae la tarde y desaparece la neblina del mediodía, el horizonte se ensancha y se domina una vasta extensión de desierto. Se distingue la estructura de un yajdan, en el que se guardaba la nieve del invierno para disponer de agua fresca en verano. Al lado de la muralla, el gran palmeral -invisible desde dentro de la ciudad-, afamado por sus dátiles azucarados, sería en tiempos el jardín del Edén de las caravanas cansadas y sedientas. Se dice que hay un pasadizo subterráneo desde la fortaleza hasta algún lugar escondido, lo que permitiría la huida en caso de necesidad. O tal vez sirviera sólo para acercarse al vergel que brota en el corazón del desierto.
LA TRAGEDIA LLEGA A BAM
Desgraciadamente, este texto que publicó un buen amigo mío con motivo de su visita a Persia en abril de 1986 quedó obsoleto. La madrugada del 26 de diciembre de 2003 el suelo temblaba en la región con un seísmo 6,6 en la escala de Ritcher, que se llevaría a miles de muertos y heridos, y convertía en escombros una de las ciudades de adobe más grandes y extraordinarias del mundo. Las maravillosas construcciones de barro quedaban en pocos segundos convertidas en montones de barro. Las autoridades iraníes prometieron reconstruir la ciudadela. La UNESCO ha colaborado en la reconstrucción de la ciudad. Actualmente la ciudadela está reconstruida casi en su totalidad.