Trabajaba en las excavaciones del Valle de los Reyes desde febrero de 1915 y en siete años apenas había localizado 400 objetos. Pero ahora, el arqueólogo británico Howard Carter entraba en lo que prometía ser la tumba del misterioso faraón Tutankamón. Con una vela en una mano y una libreta de notas en la otra, descendía por unas escalinatas de piedra seguido por el conde Carnarvon, que financiaba los trabajos, y su hija Evelyn. Tras recorrer ocho metros de peldaños, rodeados por una inquietante oscuridad, dieron con una pared de arcilla. Carter hizo un pequeño agujero para poder pasar la vela al otro lado de la pared. El arqueólogo se quedó absorto: “Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad –declararía más tarde–, empezaron a emerger de entre la niebla animales extraños, estatuas y oro. Me quedé paralizado por la sorpresa. Cuando Lord Carnarvon me preguntó excitado: “¿Ve algo?”, no pude más que emitir las palabras: “Sí, cosas maravillosas”.
Ocurrió el 27 de noviembre de 1922 y realmente, el hallazgo fue impresionante. Carter verificó que había dado con la tumba de Tutankamón y que se encontraba intacta. En la primera cámara hallaron un montón de objetos, entre los que figuraba un fabuloso trono dorado. A la derecha, las estatuas de dos guardianes velaban la entrada de la cámara funeraria. En ella, casi todo el espacio lo ocupaba un enorme féretro dorado. Con mucha paciencia, Carter y sus colaboradores procedieron a abrirlo. En su interior aún les esperaban otros tres féretros más; por fin hallaron un sarcófago de cuarcita adornado con incrustaciones de marquetería y oro. Su peso era tal que tuvieron que ingeniar un sistema de andamios y poleas para poder abrirlo y descubrir un segundo sarcófago hecho de madera y cubierto con pan de oro. Repetida la operación, apareció un tercer ataúd de oro macizo, de más de 100 kilos de peso. Y en su interior, por fin, hallaron la momia de Tutankamón, que ocultaba su rostro tras una máscara de oro bruñido, con incrustaciones de cristal, carnalita y lapislázuli. Junto a la cámara funeraria descubrieron una sala más, repleta de objetos de incalculable valor y a la que llamaron “cámara del tesoro”. Allí se almacenaban cofres con joyas y telas y cuatro fabulosos canopes que guardaban las entrañas embalsamadas del faraón. En la tumba se localizaron 413 figuras de siervos y dioses, muebles y objetos rituales, amuletos y joyas.
La maldición de la momia
Lord Carnarvon no pudo disfrutar demasiado del hallazgo. Un mosquito le transmitió la neumonía y murió en El Cairo cuatro meses después. Según se dice, en ese mismo momento, Susie, la perra del noble, cayó fulminada en Londres, y también a esa misma hora hubo un apagón en todo El Cairo. Ello hizo correr el rumor de que la tumba estaba maldita: Tutankamón iba a vengarse de los que habían interrumpido su descanso. En los meses siguientes, hasta 27 personas relacionadas con las excavaciones murieron.
Pero la maldición no afectó a todos por igual. Con una salud envidiable, y ajeno a estas supersticiones, Horward Carter, pasó cerca de diez años, limpiando y empaquetando, con una enorme paciencia, los objetos que contenía la tumba.
Tutankamón y su tiempo
Llamado en realidad Tutankatón, fue el único hijo de Amenofis IV. Lo tuvo con su misteriosa concubina Kiya. Apenas contaba nueve años de edad cuando llegó al trono, por lo que tuvo como tutor a Ay, el anciano padre de Nefertiti, que junto con el general en jefe (y futuro faraón) Horemheb, restauraron la antigua tradición religiosa. El nuevo rey adoptó el nombre de Tutankamón, y proclamó a Amón rey de los dioses, devolviendo a Tebas la capitalidad. Murió a los 19 años, sin que se sepan las causas. Podría tratarse de una enfermedad o un accidente. La autopsia de la momia revela una fractura en el hueso de la parte posterior del cráneo, lo que también puede apoyar la tesis del asesinato.
Una hipótesis planteada es que Tutankamón, al hacerse mayor, quisiese recuperar el legado religioso de su padre, lo que habría motivado, con toda seguridad una conspiración por parte de sus tutores. Le sucedió en el trono Ay, que preparó su tumba acumulando muchísimas riquezas en la misma, quizás, más que en agradecimiento por haber recuperado la tradición politeísta, como un intento de acallar su mala conciencia. Horemheb, el ambicioso general, no tardó en convertirse en faraón y, durante su reinado, se mostró obsesionado por borrar el nombre de Tutankamón de todas las inscripciones, como tratando de ocultar a la historia su existencia.